​¡Ay, Papito!

El entierro de José Mateo Santos Santos (conocido como Papito Siete Balas por los tigueres) fue uno de los mejores del barrio La Esperanza, en Elías Piña. Y es que, queridos negritos, nuestro protagonista sabía que la muerte le llegaría algún día.

Para nadie era un secreto que el dinero de Papito Siete Balas no era “limpio”.  Según dicen las malas lenguas, el hombre trabajaba como sicario para un poderoso y en base a la muerte de otros infelices había acumulado una gran cantidad de dinero.

“El rico del barrio”, declaró uno de sus vecinos quien pidió no se revelara su identidad: “A to’ el mundo le resolvía, si uno tenía un problema Papito te prestaba el dinero y ni se ocupaba en cobrar. Gente así no se debe morir, total los políticos roban y no le dan a nadie”.

Y en efecto, mis negritos, todo el barrio hizo de su funeral una gran fiesta. Papito lo había pedido: quería ron y cerveza en su entierro. Que un grupo de mujeres bailara encima de su tumba, que su gente celebrara su vida, aun en la muerte. Y eso hicieron los habitantes de La Esperanza, una fiesta que duró hasta el amanecer, entre llantos y alabanzas al que se fue. Al héroe del barrio que se iba y los dejaba a todos en la miseria.

Un total de 33 tiros al aire en su honor (la edad de Jesucristo al momento de su muerte) rompió con la quietud del cementerio y anunció que la fiesta iba para largo.

Alrededor de 25 motores —ya que antes de ser sicario el difunto se ganaba la vida como motorista—, hicieron piruetas en su honor y siete bocinas llevaron la música al camposanto y lograron que hasta los muertos movieran el esqueleto. 

Texto original en Ventana, Listin Diario¡Ay, Papito!