La canquiña brillaba en el mostrador del colmado. El dulce estaba ahí cada vez que el niño pasaba. Siempre en el mismo lugar, entre la bandeja de jalao y los dulces de leche.
Deliciosa. Esa era la palabra para definirla. Pero el niño solo se podía contentar con mirarla, porque él no tenía para comprarla.
Si, como limpiavidrios, lo poco que reunía en el día era para llevarle a la madre enferma.
Pero por más que trataba de moverse una fuerza sobrenatural lo ataba a quedarse allí. Contemplando desde la acera ese tesoro tan preciado. Sentía como, poco a poco, se le hacía la boca agua.
Por eso un día decidió comprarse la canquiña más pequeña. Igual de deliciosa debía de ser.
Deliciosa. Esa era la palabra para definirla. Pero el niño solo se podía contentar con mirarla, porque él no tenía para comprarla.
Si, como limpiavidrios, lo poco que reunía en el día era para llevarle a la madre enferma.
Pero por más que trataba de moverse una fuerza sobrenatural lo ataba a quedarse allí. Contemplando desde la acera ese tesoro tan preciado. Sentía como, poco a poco, se le hacía la boca agua.
Por eso un día decidió comprarse la canquiña más pequeña. Igual de deliciosa debía de ser.