El agua de Doña Meche

Doña Mercedes Cuevas Faustino, conocida como Doña Meche, nunca durmió tan bien como aquella noche. Luego de una larga jornada de trabajo, esta vendedora de arepitas, quipes y jugos tenía al fin un merecido descanso.

Y es que, queridos negritos, Doña Meche se pasó todo el día sacando el agua que se metió a su humilde morada. La casita de madera, cartón y zinc en la que crió a sus hijos. Su gran orgullo.

 

El más grande era raso y trabajaba como chofer en la finca de un general. El del medio se había ido hace poco a trabajar en un barco pesquero y la más pequeña ya tenía tres niños. Los nietecitos que cada domingo alegraban la vida de nuestra protagonista.

 

¡Qué orgullo sentía Doña Meche cuando veía a su familia! Pronto se reuniría con ellos, luego de que pasaran las lluvias, y les prepararía a todos un delicioso moro de guandules con pollo. “Dende que acabe el mai tiempo”, susurraba entre sueños nuestra viejita.

Esa semana la lluvia castigó con sus fuertes latigazos a todo el pueblo. Las calles, llenas de desperdicios, no daban para más. A pesar de las fundas llenas de arena que puso uno de los hijos de Doña Meche, el agua continuaba entrando de manera insistente y terca.

 

A pesar de todo, nuestra viejita tenía esperanza de que el mal tiempo pasaría. Ya estaba acostumbrada a perder lo poco que tenía en las inundaciones. No bastaba que sus hijos le pidieran que se fuera a vivir con ellos; que saliera de ahí a un lugar donde no llegara el agua.

 

Esa propuesta siempre recibía un no rotundo de parte de Meche. Sus mejores recuerdos estaban ahí. La presencia de Don Tomasito aún se sentía en la casucha en la que compartió con su gran amor, Meche.

 

Pensando en él, se acostó ella ese día. Si hubiese estado vivo sacaría toda el agua que entró a la casa. La que, sigilosa y certera, se tragaría la casita de la pobre anciana.

 

Pero Doña Meche nunca durmió tan bien como aquella noche.