El dulce

La canquiña brillaba en el mostrador del colmado. El dulce estaba ahí cada vez que el niño pasaba. Siempre en el mismo lugar, entre la bandeja de jalao y los dulces de lecheDeliciosa. Esa era la palabra para definirla. Pero el niño solo se podía contentar con mirarla, porque él no tenía para comprarla. 

 

Si, como limpiavidrios, lo poco que reunía en el día era para llevarle a la madre enferma.

 

Pero por más que trataba de moverse una fuerza sobrenatural lo ataba a quedarse allí. Contemplando desde la acera ese tesoro tan preciado. Sentía como, poco a poco, se le hacía la boca agua.

Por eso un día decidió comprarse la canquiña más pequeña. Igual de deliciosa debía de ser. 

 

Así fue como con diez pesos entró con aire resuelto al colmado. 

 

— ¿Qué tu quiere’ muchacho? —, le dijo el colmadero banilejo.

 

— Una canquiña. La más pequeña—, respondió esperanzado el niño.

 

—​ Son 30 pesos—, respondió el colmadero mientras salía a recibir la mercancía que recién le llegaba.

 

30 pesos que el niño no tenía. Si a duras penas reunió diez ¿de dónde sacaría los otros 20?

 

Fue ahí que se dio cuenta que estaba solo en el colmado. Tan solo debía estirarse y agarraría no una, sino todas las canquiñas. Y como él corría a toda velocidad, el colmadero nunca lo atraparía. 

 

Ya podía sentir el dulce sabor a caramelo de las canquiñas. Su textura latigosa. Tan solo debía agarrarlas y ya estaría servido.

 

Y así pasaron algunos minutos.

Cuando el niño salió del colmado, volvió a colocarse frente a la ventana que daba a la acera. Prefirió seguir admirando el dulce tesoro de lejos.