Milagro

A las cuatro de la tarde el sol le quemaba la espalda a “Fello”, aunque el hambre le carcomía las entrañas. Para un hombre que desde las cinco de la mañana salía de su casa a vender carbón -pero a la espera de que lo que comprara serviría en la noche de “desayuno, comida y cena”– alimentarse bien era solo un sueño.

 

Una batalla que aumentaba cada día con la enfermedad de su hijo, el único varoncito, que había nacido con mai de ojo, de acuerdo a su madre y a su abuela. El mal de “Francisquito” aumentaba a cada hora y no habían valido los rezos y despojos a que le habían sometido.

 

Lo que su “Francisquito” necesitaba era un buen médico, una clínica donde tratarlo, medicinas, y quién sabe si un poco de comida para fortalecer su cuerpecito y quitarle el “mai de ojo”.

 

Pero cómo podría pagar eso si él, un pobre carbonero, no conseguía lo suficiente para mantener a la familia y a la esposa que estaba embarazada de nuevo.

 

El sol le quemaba la espalda a “Fello”, pero el hambre le torturaba más. Su estomago no aguantaba, le rugía, le suplicaba comida, pero cómo gastar los únicos 30 pesos que había hecho en todo el día, no se  perdonaría dejar sin “desayuno, comida y cena” a su familia, en especial a “Francisquito”.

 

Se sentía casi en el suelo, el hambre lo estaba matando, pero Dios no abandona a sus hijos y del cielo le mandó un muslo de pollo. ¡Sí!, una pieza entera que a cada mordisco sentía que lo acercaba a la gloria. Que nuestro “Fello” saboreó con gusto, que le permitiría llevar los 30 pesos intactos a su hogar y que ayudaría a su hijo, el único varoncito, a sanarse.

 

Se consideraba tan afortunado que sabía que la alegría le duraría al menos tres días. Recordaba lo que había escuchado en un comercial de televisión: “barriga llena, corazón contento”.

 

Se lamia los dedos, desde el meñique hasta el pulgar, ¡así que a eso era lo que le llamaban “jartarse con gusto”!

 

Y tal era la alegría de “Fello” que no prestaba atención a la mirada dura y critica de quienes le pasaban por el lado. Ni siquiera la cara de asco de la doña que todos los días, a la misma hora, repartía papelitos anunciando la salvación lo avergonzó, después de todo no siempre se encuentra un muslo de pollo tan bueno en el fondo de la basura.

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