Y es que, queridos negritos, el abuso a que fue sometido Bulilo durante todos estos años lo llevó a perder la razón. Siempre había sido un trabajador responsable, atendía el ganado y las tres fincas del señor Sánchez, se levantaba a las 4 de la mañana todos los días y era el último en acostarse.
Nunca se quejó, nunca reclamó los maltratos del patrón. Siempre obediente y sereno, siempre serio, siempre perfecto, a pesar de que su esposa le decía que era “muy manso” y que por eso el jefe abusaba de su confianza.
Su hija más grande quería ir a la universidad y él le cumpliría su sueño, entonces, si dejaba al patrón, ¿a dónde conseguiría el dinero necesario? Los verdaderos hombres siempre tienen que sacrificarse, pensaba nuestro Bulilo.
Pero un día, a Bulilo la policía lo fue a buscar preso, acusándolo de haberse robado 70 cabezas de ganado de uno de los ganaderos enemigos de Don Eladio. Su patrón no hizo nada. Ni siquiera cuando Bulilo le pidió ayuda, cuando le rogó que intercediera por él.
En realidad, todo fue una trampa de Don Eladio. Fue él quien robó el ganado y acusó a Bulilo. Y también fue él quien echó a la familia de nuestro protagonista de la casita de madera en que vivían. “No quiero ladrones en mis tierras”, les dijo con prepotencia Don Eladio.
Pero todo eso lo supo Bulilo. Y desde ese momento una rabia le nació en el cuerpo. El mismo enojo que le hizo prender en fuego la casa de su jefe, porque, después de todo, “el pequeño no tiene nada que perder”